Contemplamos los detalles de nuestro Belén Parroquial a la
luz de la Carta apostólica Admirabile signum del Santo Padre Francisco:
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El
origen del pesebre encuentra confirmación ante todo en algunos detalles
evangélicos del nacimiento de Jesús en Belén. El evangelista Lucas dice
sencillamente que María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en
pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la
posada» (2,7). Jesús fue colocado en un pesebre; palabra que procede del latín: praesepium.
El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra sitio donde los animales van
a comer. El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará
como «el pan bajado del cielo» (Jn 6,41). |
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Representamos el contexto del cielo estrellado en la
oscuridad y el silencio de la noche. Lo hacemos así, no sólo por fidelidad a
los relatos evangélicos, sino también por el significado que tiene. Pensemos en
cuántas veces la noche envuelve nuestras vidas. Pues bien, incluso en esos
instantes, Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder a
las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo?
¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro?
¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre. Su
cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las
tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79).
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¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras colocamos en
el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los pastores! De esta
manera recordamos, como lo habían anunciado los profetas, que toda la creación
participa en la fiesta de la venida del Mesías. Los ángeles y la estrella son
la señal de que también nosotros estamos llamados a ponernos en camino para
llegar a la gruta y adorar al Señor.
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«Vayamos,
pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15),
así dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una
enseñanza muy hermosa que se muestra en la sencillez de la descripción. A
diferencia de tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se
convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación
que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger
el acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el
Niño Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un
encuentro de amor y de agradable asombro. |
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Tenemos
la costumbre de poner en nuestros belenes muchas figuras simbólicas, sobre
todo, las de mendigos y de gente que no conocen otra abundancia que la del
corazón. Ellos también están cerca del Niño Jesús por derecho propio, sin que
nadie pueda echarlos o alejarlos de una cuna tan improvisada que los pobres a
su alrededor no desentonan en absoluto. De hecho, los pobres son los
privilegiados de este misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de
reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros. Los pobres y los sencillos
en el Nacimiento recuerdan que Dios se hace hombre para aquellos que más
sienten la necesidad de su amor y piden su cercanía. |
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Desde
el belén emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por la
riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad. El palacio de Herodes
está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría. Al nacer en el pesebre,
Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a
los desheredados, a los marginados: la revolución del amor, la revolución de la
ternura. Desde el belén, Jesús proclama, con manso poder, la llamada a
compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde
nadie sea excluido ni marginado. |
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Con frecuencia a los niños —¡pero también a los adultos!—
les encanta añadir otras figuras al belén que parecen no tener relación alguna
con los relatos evangélicos. Y, sin embargo, esta imaginación pretende expresar
que en este nuevo mundo inaugurado por Jesús hay espacio para todo lo que es
humano y para toda criatura.
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Del pastor al herrero, del panadero a los músicos, de las
mujeres que llevan jarras de agua a los niños que juegan..., todo esto
representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera extraordinaria
las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida divina.
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María es una madre que contempla a su hijo y lo muestra a
cuantos vienen a visitarlo. Su imagen hace pensar en el gran misterio que ha
envuelto a esta joven cuando Dios ha llamado a la puerta de su corazón
inmaculado. Ante el anuncio del ángel, que le pedía que fuera la madre de Dios,
María respondió con obediencia plena y total. Sus palabras: «He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), son para todos
nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de Dios. Con aquel
“sí”, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin perder su virginidad,
antes bien consagrándola gracias a Él. Vemos en ella a la Madre de Dios que no
tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a todos que obedezcan a su
palabra y la pongan en práctica (cf. Jn 2,5).
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Junto a María, en una actitud de protección del Niño y de su
madre, está san José. Por lo general, se representa con el bastón en la mano y,
a veces, también sosteniendo una lámpara. San José juega un papel muy
importante en la vida de Jesús y de María. Él es el custodio que nunca se cansa
de proteger a su familia. Cuando Dios le advirtió de la amenaza de Herodes, no
dudó en ponerse en camino y emigrar a Egipto (cf. Mt 2,13-15).
Y una vez pasado el peligro, trajo a la familia de vuelta a Nazaret, donde fue
el primer educador de Jesús niño y adolescente. José llevaba en su corazón el
gran misterio que envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo
confió siempre en la voluntad de Dios y la puso en práctica.
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El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando, en
Navidad, colocamos la imagen del Niño Jesús. Dios se presenta así, en un niño,
para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad
esconde su poder que todo lo crea y transforma. Parece imposible, pero es así:
en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la
grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos
hacia todos. El nacimiento de un niño suscita alegría y asombro,
porque nos pone ante el gran misterio de la vida. Viendo brillar los ojos de
los jóvenes esposos ante su hijo recién nacido, entendemos los sentimientos de
María y José que, mirando al niño Jesús, percibían la presencia de Dios en sus
vidas.
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Los Magos enseñan que se puede comenzar desde muy lejos para
llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo
infinito, que parten para un largo y peligroso viaje que los lleva hasta Belén
(cf. Mt 2,1-12). Una gran alegría los invade ante el Niño Rey.
No se dejan escandalizar por la pobreza del ambiente; no dudan en ponerse de
rodillas y adorarlo. Ante Él comprenden que Dios, igual que regula con soberana
sabiduría el curso de las estrellas, guía el curso de la historia, abajando a
los poderosos y exaltando a los humildes. Y ciertamente, llegados a su país,
habrán contado este encuentro sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje
del Evangelio entre las gentes.
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Ante
el belén, la mente va espontáneamente a cuando uno era niño y se esperaba con
impaciencia el tiempo para empezar a construirlo. Estos recuerdos nos llevan a
tomar nuevamente conciencia del gran don que se nos ha dado al transmitirnos la
fe; y al mismo tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría de transmitir a
los hijos y a los nietos la misma experiencia. No es importante cómo se prepara
el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es
que este hable a nuestra vida. En cualquier lugar y de cualquier manera, el
belén habla del amor de Dios, el Dios que se ha hecho niño para decirnos lo
cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición. |